Mientras observaba su imagen en el espejo los minutos fueron pasando hasta que se convirtieron en horas, sólo cuando los rayos del sol dejaron de entrar por el ventanal se dio cuenta de todo el tiempo que había pasado absorta delante del aquel enigmático espejo mirando su propio reflejo.
Se asustó, se vistió lo más rápido que pudo mirando de manera frenética de un lado a otro, temerosa de que alguien pudiera haberla encontrado en tal tesitura. Corriendo salió de allí.
Ella nunca se había mirado de esa manera. Las monjas tenían prohibido mirarse al espejo, y para evitar caer en la tentación, no había ninguno en sus celdas, ni tampoco en el convento. Pero ese día, por casualidad, mientras limpiaba la sala capitular, encontró algo que le llamó la atención. Apoyado en una de las paredes tapado con una sábana había un espejo. Era grande, de manera que podía verse entera. Se acercó un poco más, y como poseída por una fuerza extraña comenzó a quitarse el hábito hasta que quedó completamente desnuda delante de él.
Cuando llegó a su celda se paró a pensar en todo lo sucedido. De pronto se sentía una extraña dentro de su propio cuerpo y se dio cuenta del poco tiempo que había dedicado en su vida a conocerse a sí misma. Era como si alguien hubiese puesto ese espejo delante de sus narices con la intención de hacerla despertar de su letargo. Había pasado todos esos años creyendo que lo que hacía era lo correcto, que era lo que ella quería, pero ahora se daba cuenta de que no era así, nunca había tomado las decisiones por sí misma, no era ella misma quien guiaba su propia vida. Había sido siempre un reflejo de lo que los demás querían que fuera, no tuvo opción de escoger porque en realidad sus padres ya habían escogido por ella desde el momento en que nació. Ella simplemente se dejó guiar.
Pero aún tenía la posibilidad de recuperar el tiempo perdido. Nunca es tarde para despertar. Y ella había despertado. Nada, ni nadie podría frenarla ya.
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